Por Marisa Graham, defensora de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes – Para agencia Télam
Hoy, 25 de abril, se conmemora en el mundo el Día Internacional de la Lucha contra el Maltrato Infantil.
Desde hace años que tratamos de erradicar la violencia contra niñas, niños y adolescentes; pero las denuncias de ellas y ellos mismos, o de familiares, vecinas, amigos, docentes, sigue aumentando. La pregunta se impone cada año: ¿Hay más casos de violencias contra las infancias?, ¿o será que hay más canales de denuncia?, ¿o será que las personas se animan a denunciar más que antes?
Posiblemente todas las respuestas a estos interrogantes sean positivas. Y podríamos concluir, entonces, que hay más conciencia, que el mundo adulto ha entendido, comprendido, incorporado que se puede educar, cuidar, criar sin violencia, y que aun así hay más violencias intrafamiliares o institucionales, físicas o psíquicas, degradantes o humillantes.
Persisten distintas formas de violencia hacia nuestras niñas, niños y adolescentes, con el agravante que la entidad de esas violencias pareciera ser mayor, sometiéndolos a las más degradantes vulneraciones. Lo que una vez más nos lleva a preguntarnos ¿Qué lugar ocupa el cuerpo de las niñas y los niños en el mundo adulto?.
El maltrato severo, con riesgo de vida o que se lleva la vida misma, el abuso sexual infantil por parte de los que tienen la obligación de cuidar, nos lleva a redimensionar esa pregunta, pues este tipo de violencia no responde a modelos culturales de educación perimidos. No estamos frente a modelos violentos de «corrección» en aras de la educación y la crianza. Lo que ocurre es que, en muchos casos, allí donde debiera suceder el amor, sucede el horror.
Este modelo de crueldad sobre los niñas y niñas no es privativo de nuestro país, ni de nuestra región. Es algo que impacta también en las infancias y adolescencias de distintos continentes y sin distinción de clases, por lo cual el desafío es aún mayor.
Sin embargo, casi todos los países del mundo han ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño, que en su artículo 19 dispone que «Los Estados Partes adoptarán todas las medidas apropiadas para proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, mientras el niño se encuentre bajo la custodia de los padres, de un representante legal o de cualquier otra persona que lo tenga a su cargo«.
En nuestro país la ley 26.061 establece que: «Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a la dignidad como sujetos de derechos y de personas en desarrollo, a no ser sometidos a trato violento, discriminatorio, vejatorio, humillante, intimidatorio; a no ser sometidos a ninguna forma de explotación económica, torturas, abusos o negligencias, explotación sexual, secuestro o tráfico para cualquier fin o en cualquier forma o condición cruel o degradante. Las niñas, niños y adolescentes tienen derechos a su integridad física, sexual, psíquica y moral«.
Y, luego de mucho batallar, se ha incorporado en el Código Civil y Comercial de la Nación, la prohibición de castigos en la crianza y educación de los hijos e hijas. Así, en el capítulo de los deberes y derechos de los progenitores, se establece que «se prohíbe el castigo corporal en cualquiera de sus formas, los malos tratos y cualquier hecho que lesione o menoscabe física o psíquicamente a los niños o adolescentes«. Y recientemente, la sanción de la ley de creación del Plan Federal de Capacitación en Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes.
El corpus iuris está claro y no da resquicio para la tolerancia de conductas que afecten el cuerpo de las infancias y adolescencias, pero es evidente que por sí solo no alcanza. Debe ir acompañado de campañas de visibilización, concientización, sensibilización, prácticas y medidas progresivas de respeto a la dignidad de los niños, niñas y adolescentes.
Estas normas, en materia de prohibición de distintas violencias -que a su vez se complementan por otras normas específicas-, permiten aseverar que la legislación ha ido evolucionando, acompañando el concepto de niño persona humana, sujeto y ciudadano, a la que se les debe una protección especial. Esta protección debe ser garantizada por el estado y comprende el desarrollo de las infancias libres de violencias por parte del mundo adulto.
Los obligados primarios del cuidado de la infancia y adolescencia, promoviendo su desarrollo autónomo, son madres y padres en la familia, docentes en la escuela, profesionales de la salud en las salitas y los hospitales, profesores y entrenadoras/es en los clubes, las policías en el espacio público, los operadores en los lugares de abrigo y también en los lugares de encierro. En definitiva, todas y todos les debemos respeto y protección. Siendo mayor el grado de responsabilidad, cuanto mayor es el deber de cuidado.
Se ha invocado que deformaciones culturales han dado lugar a modelos de educación basados en la corrección, lo que ha llevado a normalizar las llamadas microviolencias (zamarreo, chirlo, coscorrón, mechoneo, penitencia, rincón, privar del recreo. denigrar, insultar, gritar, humillar), todos estos ejemplos están muy lejos de criar, educar, enseñar y crecer dentro de un ámbito respetuoso de los derechos humanos. La formación y educación de la persona humana, desde su más temprana edad, no admite tratos degradantes.
El interés superior de niñas y niños, el derecho a una vida digna y al desarrollo, el derecho a ser oídos y que su opinión sea tenida en cuenta y la no discriminación son los cuatro principios que el Estado Argentino ha asumido como piso mínimo a garantizar.
Ante esta situación tenemos la obligación de visibilizar las violencias contra las niñas, niños y adolescentes. El mundo adulto debe ser capaz de detectar a tiempo estas violaciones a sus derechos, pero también muchas veces es llegar tarde. Ellas y ellos no solo necesitan de nuestra reacción, sino que requieren fundamentalmente que no se naturalice su padecimiento cuando son objeto de la violencia y la crueldad.
El maltrato familiar o institucional, también se produce por omisión, y comienza por no escuchar al niño, niña o adolescente que nos advierte lo que le está sucediendo.
Hay que apreciar la palabra de las y los niños, darle valor, tomar esa voz seriamente. De ello somos responsables todas y todos, las familias, la sociedad y también los organismos administrativos y judiciales. El derecho a ser oídos les permite ejercer su ciudadanía.
Se trata de escuchar a cada una, a cado uno, cada vez que con sus palabras y a veces con sus silencios nos dicen al oído «trátame bien«.